Terapia de duelo

Ángel tiene trece años de edad y está en segundo de secundaria. Su padre, era personal médico y hace algunos meses murió a causa del COVID-19. La madre de Ángel, tras el suceso, le propuso que tomara una terapia de duelo.

A través de mi experiencia con Ángel, compartiré con ustedes en qué consiste la terapia de duelo y cuáles son los posibles resultados que obtendremos de ella.

Mi mundo se vino abajo

Mientras que en marzo del 2020 veíamos los contagios por COVID-19 como algo muy lejano, poco a poco, las consecuencias de la pandemia nos fueron alcanzando. Para unos, la consecuencia más temprana fue que cerraran su lugar de trabajo y, con ello, que se redujeran o que desaparecieran sus ingresos económicos. Para otras personas fue descubrir la modalidad “home office” y enfrentarse a trabajar en la casa con todas sus implicaciones: compartir el espacio con su pareja 24/7; el esfuerzo de compaginar las actividades escolares en línea con las actividades domésticas y laborales; convivir con hijos que usualmente estaban fuera de la casa por lo menos algunas horas al día; dejar de tener encuentros sociales; y una larga lista de consecuencias menores, en comparación con las que nos fueron alcanzando después: el contagio y la muerte.

El punto es que, en los últimos meses, durante las sesiones en línea y en pláticas informales con los de mi círculo social más cercano, he escuchado decir: “El mundo como lo conocíamos se derrumbó.” “Ahora que mi esposo se fue, siento que mi mundo se cae en pedazos.” “Con esto de la pandemia, se me vino el mundo encima.” “Cuando nos avisaron que mi papá había muerto, sentí como si mi mundo se derrumbara.”

Todas las frases anteriores tienen en común la caída del mundo que ellos conocían y sus palabras ilustran lo que sucede en una terapia de duelo.

Ilustrémoslo con algo tangible. Imaginemos que en un sismo nuestra casa se derrumba, en ese momento estábamos sin compañía, así que nos apresuramos para dejar el inmueble y logramos salir vivos de la situación. Es muy probable que tengamos lastimaduras y un shock tremendo al ver nuestra casa reducida a escombros. Pasa el sismo y con toda nuestra incredulidad por lo que acaba de suceder, quizás con desesperación, con todo el dolor, tal vez con el enojo, con mucha tristeza y posiblemente hasta con culpa, nos preguntamos ¿y ahora qué sigue? Qué sigue si esta no era mi idea, yo me veía viviendo aquí para siempre o por lo menos, unos años más. O tal vez nos lamentamos diciendo algo como: me costó mucho tener esta casa y ahora se ha acabado. ¿Cómo le voy a hacer para volver a tener otra?

Imaginemos también que nuestra única opción factible es volver a tener una casa en ese mismo terreno. Si queremos conseguirlo, tendremos que observar el panorama, revisar si algo de lo que quedó, aún nos puede servir; quizás llamar a un experto en la materia, a alguien que nos acompañe en esta reconstrucción, para saber con qué recursos contamos y para cerciorarnos de que nuestro plan de edificación, sea funcional.

En qué consiste la terapia de duelo

En una terapia de duelo sucede algo parecido: se nos derrumba la vida como la conocíamos y a través de la terapia construimos una vida diferente. Como cualquier terapia, es un proceso y toma un tiempo diferente para cada persona, no hay un duelo igual a otro.

La construcción de nuestra nueva vida, se da por medio de la resignificación, es decir, le vamos dando al suceso un sentido distinto al que tenía y esto nos va conduciendo hacia la transformación que requerimos para continuar en la vida libres de sufrimiento.

¿Y qué es el duelo? En pocas palabras, el duelo es una transición de la vida que solíamos tener a la nueva que vamos a crear.

En la literatura sobre tanatología y terapia de duelo, es muy probable encontrar lo siguiente: que el duelo surge ante cualquier pérdida.

Me gusta hacer una distinción al respecto: los objetos y las circunstancias sí se pierden, sin embargo, las personas (aunque de otra manera) permanecen.

En la lista que mencioné al principio, sobre las consecuencias que nos trajo la pandemia, es muy probable que nos sintiéramos identificados con más de una. Podemos decir que perdimos el trabajo, que perdimos la privacidad, que perdimos reuniones sociales, que perdimos relaciones, que perdimos ingresos económicos o que perdimos la salud. Mas cuando nos referimos a la muerte de un ser querido, no es que hayamos perdido a nuestros padres, porque ellos nunca dejarán de serlo; tampoco es que hayamos pedido a un hijo, porque siempre será nuestro hijo; y porque al estar constituidos por materia y energía, lo que sucede es que al morir no nos perdemos, sino que nos transformamos. Es decir, permanecemos, aunque de otro modo.

Ángel y la muerte de su padre

En nuestro primer encuentro, Ángel se describió a sí mismo “como una bomba de emociones que en cualquier momento podía explotar”.

Se sentía muy enojado. Tenía preguntas como: “¿Por qué Dios a unos les concede milagros y a otros no? ¿Por qué se tenía que morir mi papá? ¿Por qué la vida es tan injusta? ¿Por qué mi papá dio su vida por gente que ni se cuidaba?”

Ángel explicaba que sentía una tristeza enorme, porque le faltaron muchas cosas por hacer con su padre, porque lo dejó muy chico, porque ya no podrían disfrutar juntos de la nueva casa, como lo habían planeado. A pesar de su tristeza, Ángel no se permitía llorar, porque “siempre, ante una situación difícil, su padre le decía: Tienes que ser fuerte, recuerda que llorando no resolvemos nada, que nunca te vean débil”. Y llorar en esos momentos, implicaba quedar mal con su papá.

También se sentía culpable, “porque si hubiera rezado con ganas, su padre habría sobrevivido”, “porque si no hubieran presionado tanto a su papá con que ya querían cambiarse a la casa que estaban construyendo, no habría tenido que doblar turnos y entonces quizás el riesgo de contagiarse habría sido más bajo”, “y si no se hubiera querido quedar en el mismo colegio y hubiera aceptado irse a una escuela pública, la construcción de la casa ya sería un recuerdo y su padre no habría doblado turnos durante la pandemia”. Es más, “si entre todos hubieran gastado menos, quizás su padre habría podido juntar sus vacaciones, pedir una licencia, tomar sus económicos y quedarse en casa sin arriesgarse”. Como pueden escuchar, una gran lista de “hubieras”.

Además de todo lo anterior, Ángel “sentía una carga muy grande (porque un mes antes de que su papá falleciera, le pidió que le prometiera que, si un día él faltaba, se iba a encargar de cuidar a su hermanita y a su mamá”.

Por si no fuera suficiente, este chico tenía miedo. Se preguntaba: “¿Ahora qué iba a pasar? ¿Y si su madre también se contagiaba y moría? ¿Y si su mamá se deprimía como le pasó a la de su amigo Adán?”

Para Ángel era muy importante encontrar respuestas para todas sus preguntas. Sesión tras sesión (a veces durante la plática y otras a través de sus investigaciones durante los días que no nos veíamos) él fue encontrando sus propias respuestas y también transformando sus propios significados.

Les pondré sólo un par de ejemplos de cómo fue dándose esta transición. Él decía que “le daba mucha tristeza ver las fotos en su celular (se refería a las fotos que tenía con su papá) y que no aguantaba escuchar los mensajes de audio (que en algún momento su padre le había enviado), porque eso le recordaba que habían quedado muchas cosas por hacer y que ya no habría oportunidad de realizar”.

Le compartí que llamaba mucho mi atención el haber escuchado de personas de diferentes edades, cuyos padres han muerto durante la pandemia, la misma frase: “Nos quedaron muchas cosas por hacer.” Lo mismo de una chiquita de once años, que de un hombre de treinta y dos, que de una mujer de cincuenta y ocho, que de él con catorce años. Eso quiere decir que sin importar la edad que tengamos, el tiempo con quienes amamos, nunca es suficiente, siempre querremos más años al lado de esa persona y casi siempre deseamos haber hecho más por ellas.

Le invité a imaginar la vida como una escalera infinita en la que siempre nos encontramos a la mitad, si miramos hacia arriba pensaremos que estamos abajo y si miramos hacia abajo notaremos que estamos arriba.

Además de eso, le pedí que pusiera a prueba un par de ejercicios, para ver si le resultaban funcionales. En el primero, le expliqué que los niños pequeños viven en el presente y le pedí que observara a su hermana de cuatro años de edad, que pusiera atención a la manera en la que ella estaba viviendo la muerte de su padre.

El segundo ejercicio fue que cada que él quisiera mirar una foto de su padre, en lugar de lamentar lo que ya no iba a poder ser, agregara un “gracias por este momento”.

En la siguiente sesión, Ángel abrió diciendo: “¡Ya entendí qué querías que viera en mi hermanita! ¡Ella vive en el presente porque no se la pasa viendo fotos de mi papá ni escuchando sus audios! O sea, como me habías dicho, sufrimos porque nos arrancamos la costra a cada rato y ella no se arranca la costra, sólo permite que su herida cicatrice. Y algo que me sorprendió de ella, es que vio llorar a mi abuela, porque mi abuela movió su sillón para que quedara frente al altar que le puso a mi papá, mi hermanita se acercó, le puso la mano en el pecho y le dijo: abuela, ya no llores, él no está ahí, está aquí, y ella también se llevó la mano al pecho”.

Con respecto al ejercicio de agregar un “gracias por este momento” a cada foto, me dijo: “Me di cuenta de que yo estaba muy enojado y muy triste por todo lo que creí que nos faltaba por hacer, pero viéndolo de otra forma, como en la escalera que me dijiste, la señora de cincuenta y ocho años estaría escalones arriba de mí, o sea, ella sería más afortunada que yo, porque tuvo a su papá más tiempo, pero mi hermana estaría unos escalones debajo de mí, porque ella solamente lo tuvo cuatro años y si pensamos en alguien que no conoció a su papá, porque se murió cuando su mamá estaba embarazada, entonces mi hermana está escalones arriba de ese alguien. Así que puedo dar las gracias por esos catorce años, que son más que cuatro, o puedo seguir enojado porque por lo menos me hubiera gustado tener a mi papá hasta los cincuenta y ocho años como esa señora… y bueno, eso de tenerlo, pues como dice mi hermanita, siempre lo voy a tener, ahora aquí”. Y se llevó las manos al pecho.

Al paso de los días se fue sintiendo, en sus palabras, “un poco triste pero tranquilo, con la seguridad de que su papá siempre estaría dentro de él, con ganas de reincorporarse a sus actividades escolares, con menos dudas y con más respuestas.” Y entonces nos enfrentamos a un tema muy frecuente en los procesos de duelo: “Me siento mal por sentirme bien.”

Ángel decía que cuando menos se daba cuenta, ya estaba riéndose a carcajadas con sus compañeros de la escuela, o que volvía a tener ganas de conectarse con su grupo de videojuegos, y que había retomado el contacto con la niña que le gusta. El asunto era que todo eso le generaba culpa y más si su abuela pasaba por ahí y con evidente tono de reproche en la voz, le decía: “Ni parece que acabamos de perder a tu padre.”

Para abordar este asunto, eché mano de lo que Ángel me había compartido en alguna sesión: que le gustaba mucho, igual que a su papá, dar regalos en los cumpleaños y en la Navidad. Me contó cuánto le emocionaba pensar en el regalo perfecto para cada persona en su lista, ir a comprarlos, envolverlos, entregarlos y ver sus caras al recibirlos.

Le propuse imaginar lo siguiente: “Llevas días pensando en qué puede ser lo mejor que le puedes regalar a tu papá en su cumpleaños, por fin lo decides, vas al centro comercial, lo compras, pides que te lo envuelvan, acompañas el regalo con una tarjeta cuyo sobre sellas después de haberle escrito palabras de afecto, llega el día y entonces se lo entregas. Solo que tu papá, en vez de romper la envoltura emocionado por ver lo que contiene, él lo toma, lo deja sobre la mesa y ni la tarjeta abre, así por meses. Y no porque lo desprecie sino porque no se permite abrirlo, hay algo que le impide disfrutarlo.”

Ángel es un chico de mente muy ágil. Ni siquiera me dejó terminar. Me interrumpió para decirme: “Tú y tus ejercicios… ¡Ya entendí! Cada que mi abuela me dice eso y yo me siento culpable por sentirme bien, es como dejar mi regalo sin abrir. Mi vida es ese regalo, pero invertiste los papeles, mi papá es quien me da el regalo.” – “Y tu mamá también”. – Agregué.

Ángel al concluir la terapia

¿Recuerdan las primeras preguntas que Ángel se hacía al comenzar la terapia de duelo? Ahora les compartiré parte de las respuestas que encontró a través de su investigación personal y de la resignificación que fue haciendo durante las sesiones:

Y por último:

¿Y la familia de Ángel?

Con respecto a la hermana de Ángel, solamente les puedo compartir que fue muy útil haberle hablado con la verdad desde el principio y utilizar palabras claras: “Tu papá murió.” Eso evitó que ella desarrollara miedos posteriores. Por ejemplo, algo que ocurre frecuentemente, es que cuando los niños pequeños ven a su ser querido en el ataúd y les dicen: “Tu papá está durmiendo.”, es muy probable que desarrollen miedo a dormir y que en consecuencia no puedan conciliar el sueño o que hagan un berrinche al irse a la cama.

También fue importante que le permitieran vivir en el presente, sin recordatorios constantes sobre la muerte de su padre, es decir, que sólo lo recordara cuando para ella fuera necesario.

Al principio, su madre dudaba sobre si llorar frente a ella o no y descubrió que cuando se permitía expresar su tristeza frente a su hija, la pequeña al principio preguntaba “¿Por qué lloras?” A lo que ella contestaba sinceramente: “Lloro porque me siento triste.” La niña solía completar las frases con algo como: “Ya sé que es por mi papá, yo también a veces me siento triste.” o “Está bien si lloramos y después nos vamos a jugar.”

Si pudiéramos vivir en el presente como los más pequeños, evitaríamos convertir nuestro dolor en sufrimiento y seguiríamos disfrutando la vida sin sentirnos culpables por sentirnos bien. Eso nos daría más posibilidades para tomar y disfrutar la vida que aún tenemos.

CONCLUSIÓN

Aunque los requerimientos de un adolescente cuyo padre murió, son muy distintos a los de una madre que vio morir a su hijo o a la de un esposo que enviudó, la terapia de duelo, como cualquier otra, se ajusta a los requerimientos de cada persona. Las estrategias de afrontamiento son muy particulares y las conclusiones también.

Comprendo que, aunque sabemos que nuestra existencia física es finita, a veces es inevitable desear que nuestros seres amados permanezcan para siempre. Sin embargo, dos cosas tenemos garantizadas en la vida: la primera, es que nos vamos a morir y la segunda es que todo es cambiante. Dicho de otra manera, nada ni nadie es para siempre. Y las circunstancias actuales, con la pandemia que estamos atravesando, se han encargado de dejarlo muy claro a cada momento.

Procuremos vivir en el tiempo presente, aquí y ahora es el momento.

Agradecer por lo que aún tenemos y centrar nuestra atención en ello, determinará nuestro presente y nuestro futuro que, dicho sea de paso, más pronto de lo que pensamos, se convertirá en pasado.